Este es el caso de Alejandro Magno, la creación de un dios, la última producción que Netflix ha llevado a nuestros hogares. Resulta complicado realizar un análisis serio de un producto que ni sus creadores parecen haberlo tomado como tal, pero sirvan estas líneas de comentario de esta terrible novedad. Los seis episodios de los que consta el docudrama de Netflix tratan de mostrarnos el proceso de divinización de Alejandro. Lo primero que nos llama la atención es su desequilibrada estructura, pues la serie termina con el asesinato de Darío, dedica a Egipto casi un capítulo y medio y obvia los trepidantes años finales del conquistador macedonio, que tuvo que afrontar una campaña de considerable desgaste en Asia Central, las estribaciones del Hindú Kush y la India. Semejante laguna permite sugerir que quizás estemos ante una primera temporada, aunque muchos consideremos que ha sido suficiente con esta primera entrega. Llama la atención que se olvide por completo la campaña europea de Alejandro, con su incursión en el Danubio y la destrucción de Tebas, si bien es cierto que ningún producto audiovisual sobre el macedonio se ha centrado en estos primeros años de reinado que, sin embargo, permiten explicar la continuidad de sus políticas respecto a las de su padre.
Es en la relación con Filipo de Macedonia en la que afloran los primeros tópicos de esta producción. El primer episodio arranca con el exilio de Alejandro en una Iliria semidesértica, repleta de palmeras y montes pelados, concesión que puede ser comprensible por razones presupuestarias. El bucólico paisaje es el escenario del romance entre el conquistador y Hefestión, una trama novelesca que se da por supuesta, pero sobre la que existe un importante debate académico que se obvia por completo. Los especialistas no hacen más que ratificar lo que muestra la dramatización, una tónica que se mantendrá a lo largo de toda la serie. Acompañando a la pareja aparece Ptolomeo, caracterizado como un tipo rudo y poco culturizado, a pesar de que se trata de uno de los compañeros de Alejandro con mayor formación. Los tres serán, junto con un maduro Parmenión, los únicos mandos macedonios que se verán a lo largo de la serie, pues Clito o Crátero aparecen de forma casi accidental. La relación de complicidad del trío se explicita en un absurdo coloquialismo que les lleva a abreviar sus nombres, de manera que se referirán entre ellos como Alex, Ptol o Hef. Es difícil insultar a la audiencia de una manera más explícita.
Esta serie de despropósitos de los primeros treinta minutos de docudrama no son más que la antesala de un catastrófico relato, infantiloide y repleto de lugares comunes. Solo se salva la verosímil creación del Palacio de Egas, cuyo alzado coincide con las tesis propuestas por el equipo de Angeliki Kottaridi, la que fuera hasta hace poco directora del eforado de Emacia. En el seno de la corte, Olimpíade aparece como femme fatale, una mujer intrigante, mística y hechicera, que medra para garantizar el éxito de su hijo y que protagoniza una delirante escena onírica en la que confiesa a Alejandro que es hijo de Zeus. Su padre biológico, mientras tanto, se nos presenta con los dos ojos sanos, sorprendente licencia cuando es bien conocida la famosa lesión que le hizo quedar tuerto durante el asedio de Metone, mientras que tampoco hay rastro alguno de cojera. Por si fuera poco, el regicidio tiene lugar en el interior del palacio real, cuando las fuentes dejan claro que se produjo en el teatro de Egas. En este punto comenzamos a darnos cuenta de que los especialistas, lejos de situar la dramatización en su contexto, se entregan a un frenesí de insensateces, como afirmar que Filipo se casó con Cleopatra-Eurídice porque atravesaba por la crisis de los cuarenta; que el matrimonio de su hija Cleopatra se acordó con un señor de la guerra local, cuando era, nada más ni nada menos que Alejandro del Epiro, hermano de Olimpíade o que fue esta misma la que orquestó el asesinato de su marido, tesis que no goza de suficiente respaldo en el mundo académico.
A partir de la muerte de Filipo la serie se abre a Asia agudizando la visión tópica del enemigo, tal y como la definiera Edward W. Said en su obra Orientalismo (1978). En efecto, Persia aparece una vez más como un mundo exótico, suntuoso, cuyos habitantes viven sumisos ante un poder tiránico. Un cliché llevado a sus últimas consecuencias en un fotograma: el rey persa, ataviado al modo árabe, exhibe una cimitarra de grandes dimensiones. Por otra parte, llama la atención el rol de Estatira, presente en las deliberaciones de más alto nivel hasta el punto de mostrar a Darío como un títere en sus manos. Esta imagen estereotipada salpica todos los órdenes de la vida. El ejército persa no es más que una colección de coloridos turbantes y cimitarras que responden de forma desordenada y cobarde a las órdenes de Memnón, excelente general rebajado a la altura de pelele, y, más tarde, del propio Darío. Claro, que el ejército macedonio no queda mejor parado. Las panoplias que aparecen en primer término son más propias de Mad Max que de una serie de ambientación histórica. La disposición en combate de las batallas que se muestran en la producción: Gránico, Issos y Gaugamela, es un absoluto despropósito en el que campa el desorden, afloran sarisas de no más de tres metros y se exhiben maniobras inverosímiles. Huelga cualquier comentario, pues los desatinos son tantos que uno no sabe por dónde empezar a diseccionar el desastre.
El lugar del desembarco en Asia es confuso. El docudrama dice que los macedonios llegan a Magnesia, cuando es sabido que cruzaron el Helesponto en Abidos. Este desajuste obliga a presentar la visita a Troya, que en la serie aparece como escapada amorosa de Alejandro y Hefestión, como un formidable rodeo que aleja al argéada de su ruta, cosa que no habría ocurrido si se hubiera situado correctamente. Como es sabido, la primera línea de defensa persa fue organizada por el rodio Memnón. Por fortuna no se ha obviado el papel de los mercenarios griegos, pero de ahí a considerar este hecho como un “golpe de estado” para Alejandro, tal y como lo hace una de las especialistas, dista una enormidad. Después de la victoria del Gránico se narra el episodio del nudo gordiano con más pena que gloria. El rey macedonio aparece en medio de un mercado asestando un espadazo a las correas de un carro tristemente abandonado. El docudrama recoge ciertas anécdotas, como el célebre encuentro de Alejandro con la familia de Darío tras la victoria de Issos, aunque en este caso se sustituye a Sisigambis, que según las fuentes fue quien confundió a Hefestión con el rey, por Estatira. Entramos en uno de los episodios más controvertidos de esta producción: la relación entre Alejandro y la esposa del rey persa. La contención que demostró el argéada, a pesar de la belleza de la reina, fue un motivo de alabanza en las fuentes, hasta el punto de que el acontecimiento se convirtió en símbolo de castidad en el medievo. Pues bien, Netflix destruye este mito con una tórrida escena de sexo en la que la tradición salta por los aires.
El encuentro amoroso entre Alejandro y Estatira se produce en Egipto, que tiene un protagonismo desmedido en la serie en comparación con lo que realmente sabemos de la presencia del macedonio en el país del Nilo. De hecho, los productores del docudrama utilizan a una anciana vestida al modo de Nefertiti como recurso narrativo al comienzo y al final de cada episodio. La señora es, a la postre, una suerte de sacerdotisa del oráculo de Siwa, donde se materializa la aspiración divina de Alejandro. Tomando la hipótesis de su coronación en Menfis como una realidad indiscutible, la serie nos presenta al macedonio ataviado de faraón y aclamado por los egipcios en lo que, a todas luces, parece una concesión excesiva. El desatino continúa con otra escena totalmente inventada: el encuentro entre Hefestión y Maceo, que se convertiría en sátrapa de Babilonia, como ejemplo, según una de las especialistas, de cómo Alejandro manipulaba a las personas en secreto en su beneficio. A medida que se suceden los triunfos, la figura del macedonio se convierte en tiránica, hasta el punto de que se afirma que su principal enemigo, desde la muerte de Darío hasta el final de la campaña, será el mismo. Conclusión que no es más que la consecuencia de un planteamiento de partida tan reduccionista como infantil: la historia reducida a la rivalidad entre Alejandro y Darío. El docudrama llega felizmente a su fin con el asesinado del rey persa, quien recibe una cuchillada por la espalda en medio de una pose intensa mientras parecía escudriñar el montañoso paisaje circundante para buscar solución a sus problemas.
Alejandro Magno: la creación de un dios hace un daño terrible a la divulgación del conocimiento histórico. El docudrama es un formato comprometido que, si no se enfoca de una manera rigurosa, puede contribuir a asentar tópicos y falsedades al amparo de la intervención de presuntos especialistas. La industria cultural tiene un impacto notable en el imaginario colectivo, sus efectos son permanentes y dificultan el calado del relato histórico. La transición del mundo clásico al helenístico, período clave de la Antigüedad, merecía un esfuerzo más serio, que deje de infantilizar a la audiencia y presente el relato de nuestro pasado en su verdadera complejidad.
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